En ese espacio que llaman la isla no todo está rodeado por agua, aunque la cantidad del agua sea lo que determine las horas que pasamos aquí. Hoy nos cambiaron de isla, la máquina que me toca esta mañana está más cerca de la ventana, así que puedo sentir el calor del sol en el rostro, un pequeño privilegio matutino.
Mi enfermero estrella no fue hoy, pero ya había entrenado a Toñito para puncionarme. Toca aceptar que las cosas pueden cambiar y seguir estando bien, estoy fuera de mi zona de confort: estoy en una máquina distinta, en una isla ajena y con enfermero nuevo; ¿qué podría salir mal?
Al finalizar la sesión, llegan los pacientes del siguiente turno. A mi lado una señora mayor a quien le están manipulando el catéter para poder conectarla, grita con todas sus fuerzas. ¡Ya basta! le dice a la enfermera, que la está lastimando, que le ha movido el catéter más veces de lo usual. La enfermera se desconcierta y le dice que es necesario hacer eso para que funcione su conexión.
Del fondo de la sala aparece el jefe de enfermeros y le pregunta qué pasa, la señora explica que le duele y que le movieron el catéter, él le pide que no le vuelva a gritar al personal, que así como ellos la respetan, ella debe respetarlos a ellos, que le van a mover el catéter las veces que sean necesarias para que su acceso pueda funcionar. La señora pide una disculpa y se le escurren las lágrimas.
No sé qué hacer, quisiera explicarle al jefe de enfermeros que ese grito no es contra la enfermera, que entienda que el dolor nubla la razón, que más de una vez quisiéramos gritar ¡ya basta! Y nos mordemos la lengua y aguantamos y aguantamos porque eso es lo que toca. Esa sensación de impotencia mezclada con pudor me impide decir nada, a los enfermeros los defiende el jefe de enfermeros pero a los pacientes, ¿quién aboga por ellos en sus días malos?
Me voy pensando que lo único que sé hacer y puedo hacer es, una vez más, escribirlo.