Después de días llenos de regalos, paso por alto algo que me dice el doctor en la consulta: «estás tan bien que hay que transplantarte». Vuelco en el corazón, angustia en la boca del estómago; le recuerdo que mis defensas están altas; le cuento que alguien se ha ofrecido a donarme su riñón.

Me dice que aunque hay pocas probabilidades, no es imposible encontrar un órgano compatible. Me pregunta quién es mi donador, le explico que es mi comadre, un ser generoso y amoroso…

«Vi a mi prima con quien en su momento me hice las pruebas de compatibilidad y resultó que no era viable que me diera su riñón, teníamos meses sin vernos, ella es ilustradora de libros para niños y estaba en Estados Unidos en una residencia artística, el caso es que me dijo que por qué no repetíamos los análisis, porque en aquel entonces hace tres años mis anticuerpos estaban altos y tal vez por eso éramos incompatibles, pero por qué no volvíamos a probar…»

Mientras esta conversación sucede quiero salir corriendo, irme a un universo paralelo donde alimentar la esperanza no traiga como contraparte el sabor agridulce de la desilusión. Pensar en volver ir a Labstra, el laboratorio donde hacen las pruebas de compatibilidad, hace que me den escalofríos. La prueba de compatibilidad no es barata, alrededor de 7,000 pesos. Y luego 24 horas para saber si el transplante es posible, si mi sistema inmune está dispuesto a recibir al otro.