Hace casi seis años fui diagnosticada con insuficiencia renal crónica. Nunca pensé que ese indicador de que la creatinina estaba en 17 me iba a llevar a descubrir nuevos territorios, a construir puentes para conquistarlos, a entrenarme en nuevos lenguajes: el médico y el que se habla desde el corazón.

Soy una mujer de palabras, mi formación es como editora y poeta, entiendo el mundo desde las letras: así que lo primero que oí cuando el doctor le dio nombre a mis calambres y la presión alta fue que era insuficiente.

La siguiente palabra que se me quedó grabada fue paciente, supe que ahora lo era en cada una de sus acepciones, desde quien tiene paciencia y desde quien recibe asistencia médica. 2,272 horas en hemodiálisis, un trasplante fallido, 93% de PRA, 3 mil personas con donantes no compatibles en un programa en un país distinto al mío, 13 mil personas en la lista de espera de un órgano cadavérico, cuatro catéteres, una fístula, tres donantes, hace seis meses un trasplante exitoso binacional, ser parte de una cadena de 13 trasplantes, tres riñones ahora en mi cuerpo, creatinina en 1. Así se podría resumir mi historia.

Los números fueron un ancla para no perderme, una puerta para que se hiciera la luz sobre las hojas que leían mis doctores y mis enfermeros. Supe el significado de solo poder beber 600 mililitros de agua o de tener 90/60 de presión. Para mí eso se llamaba sed, eso se llamaba cansancio. Moverme entre lenguajes, ir de la poesía a la ciencia, fue mi manera de navegar en el agua atrapada en mi cuerpo. Mi falla renal me enseñó a prestar atención a lo mínimo, si los síntomas del riñón son tan silenciosos, había que afinar el oído para escuchar lo importante. Entonces entendí que el éxito solo puede garantizarse si estamos dispuestos a caminar entre fronteras, si dejamos de temer a lo que nos es ajeno.

Descubrí que mis doctores también eran pacientes, admiré y honré todos esos años dedicados al conocimiento, su paciencia para aprender, su dedicación para comprender cómo restaurar el equilibrio de los órganos. Pero también supe que solo los mejores se entrenan en la lectura de las sensaciones, porque saben el secreto: las sensaciones detrás del código es lo que nos hace humanos, lo que nos vuelve únicos. Lo humano aparece cuando mi doctor me explica con dulzura por qué el número del PRA me aleja de la posibilidad de encontrar un órgano, cuando mi trasplantólogo Michael Rees, hace una pausa para ir más allá de mi mal inglés y comunicarnos con el corazón y de nuevo, la paciencia. O cuando Alvin Roth, premio Nobel de Economía 2012 y quien creó el algoritmo para hallar el riñón más compatible para mí, se toma unos minutos para escribirme sobre la importancia de las vidas que le dan alma a sus ecuaciones.

Cuando la vulnerabilidad es parte de nuestra condición es que podemos entender los mecanismos de la entrega. Hoy quiero levantar el vaso de agua y brindar por esta forma antigua y siempre vigente de construir puentes, aprender el lenguaje de las fronteras, ese que tiene que ver con la intuición, con olfatear la excepción a la regla y eso se hace volviendo a mirarnos a los ojos, reconociendo y reconectando con eso del otro que hay en nosotros mismos, sabiendo que mientras hablemos el lenguaje del corazón (y claro también de los riñones) habrá esperanza para cada ser humano.