Uno de los momentos más significativos del año más difícil 2011, no fue cuando mi hermano, Ray, me dijo que él me donaría su riñón sino cuando estando los dos esperando para entrar cada quien a un quirófano distinto para el trasplante, yo estaba entre asustada, triste, en silencio, y él me empezó a contar un chiste que me hizo reír muchísimo. Lo quise más que nunca. Gracias a él entré sonriente y tranquila a la sala de operación.
El trasplante fue fallido, pero esa es otra historia. Ray perdió su riñón y yo en ese momento perdí las ganas de seguir. Fue mi primer encuentro con la desesperanza. Después de salir de terapia intensiva, ya en mi cuarto, Ray llegó a verme, yo no podía mirarlo, sentía que le había quitado un órgano y que no había servido de nada, me costaba trabajo seguir luchando, no quería vivir, le decía que me perdonara. Entonces muy serio me dijo: Marisol, lo volvería a hacer mil veces más si pudiera.
Convalecimos juntos nuestra pérdida: él, la de su órgano; yo, la de la esperanza. Mi hermano es desde siempre una de mis personas favoritas. Desde muy chiquito siempre rebelde, nunca se quería vestir (costumbre que aún practica), apasionado y sin demasiadas complicaciones. Es mi hermano chiquito pero él me proteje, si estoy con él me sé en paz. Ahora mientras lo veo descansar a mi lado en el autobús que nos lleva a nuestra casa de infancia, agradezco tanto tanto sus palabras, su entereza, esa ligereza con la que se toma la vida y comprendo que las lecciones de amor son ese aprendizaje que vamos tomando de a poquito, más allá de la intensidad, en esos diálogos sosegados que ocurren a mitad de los trayectos.